Cumbre Social Alternativa en Ginebra

2001-02-02 00:00:00

Del 22 al 25 de junio se desarrolló la Cumbre Social Alternativa en Ginebra, Suiza.
En este contexto, el jueves 22 se llevó acabo el Taller Latinoamericano con el
propósito de examinar las políticas de liberalización, desregulación y privatización
aplicadas en la región y presentar las prácticas e iniciativas de los movimientos
sociales a nivel nacional y continental. El texto que sigue corresponde a la
presentación del "Grito de los Excluidos/as".

Quien lo diría los débiles de veras nunca se rinden (Mario Benedetti)

Si la década del 80 fue conocida en América Latina y el Caribe como la "década
perdida", la del 90 bien puede definirse como la década de la "exclusión social". En
efecto, la mundialización de la economía y la aplicación sin contemplaciones de las
recetas del llamado Consenso de Washington (liberalización, privatización y
desregularización) han tenido efectos dramáticos para millones de seres humanos
que han sido excluidos del empleo, la tierra, la vivienda, la educación, la
comunicación, la salud y la justicia. La exclusión social afecta sobre todo a los
pobres, los adultos mayores, las mujeres y los niños, los pueblos indígenas y
negros, los trabajadores informales, los desempleados y subempleados y grandes
franjas de la población rural.

La exclusión tiene cara de pobreza y de injusticia

Nunca han existido tantos pobres como ahora. Al comenzar el año 2000, 224
millones de latinoamericanos/as y caribeños/as se encuentran atrapados en la
pesadilla de la pobreza, según reconoce la Comisión Económica para América
Latina y el Caribe, CEPAL. El número de personas viviendo con un dólar al día se
elevó de 63,7 millones en 1987 a 78,2 millones en 1998.

Si la pobreza constituye una afrenta para la humanidad, igual cosa se puede decir
de la injusticia social, generada por la libre competencia de las fuerzas del
mercado. No es que el mundo se haya empobrecido sino que la desigualdad social
se ha agigantado. Desigualdad entre el Norte y el Sur y desigualdad al interior de
nuestros propios países.

En la década del 90, la desigual distribución de la riqueza creció en todo el mundo:
las familias más ricas de Estados Unidos, por ejemplo, vieron aumentar sus
fortunas en un 15%, en tanto que los ingresos de los más pobres se estancaron.
Algunos países de América Latina como Brasil, Honduras, Chile, Colombia,
México, Perú y Ecuador batieron el record mundial de las disparidades sociales.
Cada segundo que pasa, los 17 multimillonarios de América Latina -que forman
parte de la elite de los 200 mayores potentados del mundo- incrementan sus
fortunas en 500 dólares, en tanto que miles de niños mueren por desnutrición,
enfermedades curables, falta de vacunas o no pueden asistir a las escuelas.

La exclusión tiene cara de deuda externa

La mayor parte de los países de América Latina y el Caribe parecen formar parte
de los países excluidos e incluso considerados "desechables". La apertura a los
mercados mundiales ha significado la quiebra de las industrias nacionales, la ruina
de los medianos y pequeños campesinos, el despojo de los conocimientos
indígenas, el saqueo de los recursos naturales y la destrucción del medio ambiente,
la sobre-explotación de la fuerza de trabajo.

Tras las crisis mexicana, asiática y brasileña las economías de América Latina y
el Caribe tienen bajos índices de crecimiento. Se ha estancado la inversión
externa, han caído los precios de las materias primas, y hay una gran inestabilidad
financiera por la presencia de los llamados capitales volátiles o "golondrinas".

La deuda externa, nuevo mecanismo de expoliación de las economías
latinoamericanas por parte de los países del Norte, sigue sin resolverse. En esta
década no ha cesado de crecer. En 1990 era de 443.000 millones y hacia 1999
superaba los 700.000 millones de dólares. Solo por concepto del servicio de la
deuda la región pagó entre 1982 y 1996, alrededor de 706.000 millones de dólares,
es decir una cifra superior a la deuda acumulada.

Millones de voces en todo el mundo han reclamado la cancelación de la deuda
considerada "impagable, ilegítima e inmoral", porque genera enormes costos
sobre la vida de las personas y de los pueblos. Pese a los anuncios de los países
más ricos de proponer cancelar la deuda a los 40 países más endeudados de la
Tierra -en los que se incluye a Bolivia y Nicaragua- y uno que otro esfuerzo
aislado realizado en este sentido por países europeos, la realidad sigue invariable:
el azote de la deuda continúa, comprometiendo el presente y futuro de nuestros
pueblos.

Pese a las críticas que ha recibido el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial por imponer draconianos planes de ajuste a los países latinoamericanos y
del Caribe, estos organismos no han dejado de imponer sus recetas. En este
marco, los Estados pierden la soberanía nacional, venden su patrimonio nacional y
están muy lejos de resolver sus problemas, más aún cuando actúan aislados frente
a los acreedores unidos en el Club de París y en el Club de Londres.

La exclusión tiene cara de desempleo y precariedad

El mundo del trabajo es el más directamente afectado por la crisis y el
estancamiento de la economía. El desempleo abierto creció del 6% en 1990 al 9.5
% en 1999, la más alta tasa de la década, que incluso supera los niveles alcanzados
durante la crisis de la deuda externa a principios de los ochenta, según
estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo.

El sector moderno de la economía dejó de generar empleo, en tanto que se
incrementó aceleradamente el llamado sector informal o no estructurado. De cada
100 nuevos empleos que se crearon entre 1990 y 1997, 69 corresponden al sector
informal. En otras palabras, se extendió el trabajo precario, mal remunerado, a
tiempo parcial, temporal, inseguro, sin protecciones legales y sociales mínimas.

Las mujeres constituyen el sector en el que más se deniega los derechos
laborales: ellas son la mayoría de los trabajadores subcontratados, temporales y
mal pagados. La vida de las mujeres es aún más dura porque una vez terminada la
jornada laboral dedica sus energías al trabajo doméstico y al cuidado de los niños.

La situación de los trabajadores del sector formal no es mejor, pues en esta
década vieron descender en picada sus ingresos (el poder adquisitivo de los
salarios, durante la última década, disminuyó en un 27% con respecto al salario
mínimo de 1980) en tanto que han estado permanentemente amenazados por los
despidos en las entidades públicas y el cierre masivo de industrias y unidades de
producción.

Las políticas de "flexibilización" y reforma laboral, aplicadas tan entusiastamente
por los gobiernos para atraer la inversión extranjera, han contribuido a degradar y
superexplotar la fuerza de trabajo, volviendo a situaciones de esclavitud que
reinaban en el siglo XIX. Particularmente graves son las condiciones de trabajo
que impone el capital transnacional en Centroamérica y el Caribe en las empresas
maquiladoras y en las zonas francas, mayoritariamente atendidas por mujeres.

Ante el aumento sin precedentes del ejército de reserva, los patrones tuvieron
amplias oportunidades para imponer condiciones leoninas a los trabajadores/as,
situación que se agrava por el debilitamiento de los sindicatos. Los atentados a la
libertad y a los derechos sindicales han sido acompañados, en varios países, con
políticas de aniquilación del movimiento sindical. Aunque el fenómeno es
generalizado, los casos más representativos son los de Colombia y Guatemala. En
el primero, 2700 sindicalistas han sido asesinados en los últimos 12 años, en tanto
que en el segundo, aunque ha terminado la guerra civil, la represión sistemática de
las actividades sindicales se ha traducido en 13 dirigentes asesinados entre 1992 y
1997.

La exclusión se expresa en negación de derechos

La mayoría de los gobiernos de América Latina y el Caribe han optado por la
política suicida de entregar a la empresa privada áreas económicas y servicios
públicos fundamentales como la educación, la salud y la seguridad social,
renunciando a sus obligaciones de proveer servicios a todos los ciudadanos/as.
Entre el 90 y el 96, los "países en transición o en vías de desarrollo" privatizaron
empresas públicas por 155 billones de dólares. De estas operaciones más de la
mitad se produjeron en América Latina, beneficiando al capital transnacional
europeo, norteamericano y a las élites locales.

Con la privatización de los servicios públicos la relación ciudadano-Estado es
sustituida por la relación empresa-cliente. El objetivo del capital de maximizar las
ganancias lleva a encarecer los servicios, a crear monopolios privados y a excluir
a grandes franjas de la población de bajos recursos, situación que se agrava
cuando se debilita la capacidad de control del Estado.

En función de mejorar los índices macroeconómicos, servir la deuda y cumplir los
planes de ajuste, los gobiernos recortan el gasto social, eliminan los subsidios y
adelgazan el Estado, arrojando a la desocupación a millares de empleados/as
públicos. Tal política, sin embargo, no es seguida por los países ricos de la
Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, OCDE, que entre el 90 y el
97, aumentaron el gasto social de 45 al 47%.

El ajuste fiscal se traduce en más niños y jóvenes sin educación, particularmente
niñas, más mujeres que mueren durante el parto, menos atención a los ancianos, a
los campesinos e indígenas. El desmantelamiento de los servicios sociales aporta
una carga aún mayor sobre las mujeres quienes son las encargadas de la nutrición,
la salud, el bienestar y la armonía de la familia, así como a las relaciones
comunitarias.

Tras varios años de aplicación de las políticas de focalización para atender a los
más pobres, es evidente que estos programas han fracasado en toda la línea. No
solo que los sectores en extrema pobreza han crecido sino que han alcanzado a
nuevos estamentos, arrastrando rápidamente al abismo a las clases medias. En
materia de salud, por ejemplo, 267 millones personas, o sea, el 55% de la población
de las Américas sufren exclusión relacionada con déficit de camas en servicios de
internación y cerca de 16 millones tienen dificultad para acceder a los servicios de
profesionales médicos, según de la Organización Panamericana de la Salud.

La exclusión castiga a los pobres

Pero a medida que los Estados se desentienden de las áreas sociales, fortalecen
sus atribuciones autoritarias y aparatos represivos poniéndolos a punto para
controlar la protesta social. En varios países se criminalizan las luchas y
movimientos sociales, se persigue, encarcela, asesina y amenaza a dirigentes
campesinos e indígenas que luchan por la tierra, a defensores de derechos
humanos y periodistas, a dirigentes sindicales. Grupos paramilitares financiados
por latifundistas cometen crímenes y masacres que quedan en la impunidad,
actuando, muchas veces, con la complicidad de autoridades estatales. En las
ciudades, los grupos de "limpieza social" se encargan de eliminar a los que el
sistema considera "desechables": niños de la calle, mendigos, homosexuales,
prostitutas.

El aumento de la violencia, de la inseguridad y la delincuencia en las urbes
latinoamericanas son asuntos prioritarios en las agendas locales, nacionales e
internacionales. A comienzos de la década del 90, América Latina era
considerada como una de las regiones más violentas del mundo, con tasas
promedio cercanas a 20 homicidios por cada 100.000 habitantes. Las cárceles
están llenas de pobres, porque los "delincuentes de cuello y corbata" rara vez van
a prisión. Aunque la pobreza no puede considerarse como la única causa de la
delincuencia y la violencia, hay un conjunto de factores asociados con el entorno
social, cultural y psicológico que contribuye a generarlas y agudizarlas. Y entre
estos factores podemos mencionar a las tremendas desigualdades sociales, la
corrupción, el sensacionalismo de los medios de comunicación, la extensión del
tráfico de drogas y el consumo de alcohol, la impunidad y la inoperancia de los
sistemas judiciales. Esta situación permite ver que uno de los objetivos de la
Cumbre Social de Copenhague de 1995, de alcanzar la "integración social" está a
años luz de haberse conseguido.

La exclusión tiene rostro de migración y racismo

La crisis económica, la violencia, la falta de tierra, empujan a millones de
latinoamericanos a buscar mejores días en las ciudades o a traspasar las fronteras
nacionales y continentales. El número de migrantes hacia América del Norte y en
la misma región pasó de 1.5 millones en 1960 a 11 millones en 1990. Es previsible
que en la década del 90 los flujos migratorios se hayan incrementado. Allá donde
hay trabajo, allá van los migrantes? con o sin documentos, utilizando cualquier vía,
mecanismo o medio de transporte. Atraídos por las imágenes de prosperidad y
consumo que proyectan los medios sobre el próspero y rico Norte, muchos
mueren en el intento: ahogados en el Río Bravo, calcinados o muertos de hambre
en los desiertos de Arizona y California, congelados en las bodegas de los barcos
bananeros o pesqueros.

Esta creciente migración del Sur hacia el Norte no es bien vista por los países
desarrollados, que olvidando su propio pasado expansionista y colonialista, han
levantado un nuevo muro en la frontera mexicana y en Ceuta y Melilla (España)
para impedir el paso de los excluidos a los supuestos beneficios de la globalización.
Así, no solo redoblan el control de las fronteras para evitar la llegada de más
emigrantes sino que aplican políticas de control de los residentes (regularización) y
políticas de expulsión de los indocumentados.

Pese a todo, los migrantes siguen llegando al Norte, y casi siempre son tratados
con un doble rasero: por un lado se requiere de sus brazos para hacer el trabajo
duro, sucio y mal pagado que los nacionales no quieren hacer, pero por otro, se
desprecia y se discrimina a los dueños de aquellos brazos. Muchos migrantes son
víctimas del odio racial y de la xenofobia, que ahora ya no son monopolio de los
grupos de extrema derecha, que se reclaman ciento por ciento blancos, y que
apalean a migrantes latinoamericanos, africanos, árabes o asiáticos y queman sus