¡Un grito global contra la 'globalización'!
La 'globalización', así con comillas, no es un fenómeno nuevo. Tampoco es
una estrategia en sí. Es un proceso propio de la mundialización del
capitalismo. Y, en consecuencia, la actual fase de este proceso, a través
de sus resultados resulta fragmentada y fragmentadora. Así, la globalidad
como meta, si extrapolamos este proceso, tal como se proyecta en la
actualidad, resulta imposible: solo desde una perspectiva ecológica es
irrepetible a nivel mundial el estilo de vida de los más ricos y tampoco
habría empleo productivo para todos los habitantes del planeta dentro de la
lógica del sistema.
Cuyos valores, sin embargo, por la masiva difusión del consumismo de las
élites -alentada por los medios de comunicación-, en una pirueta de
perversidad absoluta, se infiltran aún en aquellos grupos sin acceso a ese
consumo, en los excluidos de la equidad, del agua y aire limpios, de la
paz, del empleo, de sus derechos, de la tierra, de su futuro, de la propia
comunicación social... Casi la totalidad de la sociedad mundial está
inoculada por una suerte de ilusión global; espejismo que engendra y recrea
la exclusión, que alienta la competitividad destruyendo la solidaridad, que
premia una riqueza inhumana: si aumenta el empleo, visto como signo
premonitorio de inflación, se debilitan las bolsas de valores, caen los
rendimientos financieros, como sucede en estos días en EEUU.
Si asumimos simplonamente la perspectiva de que todo se globaliza y que
solo nos resta globalizarnos, caeremos en una trampa. Si bien sabemos
desde hace rato que el mundo es redondo, como que no se entiende que su
redondez capitalista es excluyente. El capitalismo, que ha logrado la
producción más monumental de bienes materiales y los mayores avances
tecnológicos de la historia, ha polarizado en forma también monumental su
distribución: los tres habitantes más ricos del planeta, tres hombres y los
tres norteamericanos (como no podía ser de otra manera), tienen una fortuna
combinada superior al PIB de los 42 países más pobres, en donde viven 600
millones de personas; los recursos que emplean al año los europeos y los
gringos para alimentar sus mascotas bastarían para que desaparezca el
hambre en el mundo; con lo que ellos mismos gastan anualmente en perfumes
alcanzaría para que todas las mujeres de la tierra tengan asegurada su
salud reproductiva...
Estamos frente a "un sistema de valores, un modelo de existencia, una
civilización: la civilización de la desigualdad", tal como lo concibió
Joseph Schumpeter. Desigualdad exacerbada por la religión del mercado
neoliberal, que socava aún más las dos fuentes básicas de toda riqueza: la
naturaleza -se deteriora la capa de ozono y la atmósfera se recalienta,
causando problemas climáticos globales cada vez más complejos- y el trabajo
-estructuralmente es más escaso y precario, con una creciente masa de
personas excluidas y hasta desechables, que ya no tienen ni el privilegio
de ser explotadas-.
Realidad doblemente perversa, inaguantable por sus resultados y totalitaria
al cerrar las puertas a las alternativas. Realidad que debe cambiar
relativizando el papel de la competitividad y fortaleciendo el de la
solidaridad, dando paso a la generación de empleo y a una redistribución
urgente de los ingresos sin esperar el efecto indirecto del crecimiento
económico, subordinando lo económico a la naturaleza. Realidad que convoca
a un grito de indignación y a su vez de esperanza desde los excluidos, como
punto de partida para construir una globalización sin exclusiones.