Justicia económica para salir de la crisis

2003-02-14 00:00:00

El país lleva dos décadas sometido a políticas de ajuste, cuyos resultados se resumen en la reconocida catástrofe económica que ahora atravesamos. El balance de sus efectos distributivos no puede ser más elocuente: la pobreza y la recesión se han extendido hacia la mayoría de habitantes y actividades productivas, en tanto la riqueza se ha concentrado en una veintena de personas y empresas, principalmente por vías especulativas.

En estos mismos años los esfuerzos e iniciativas de las mujeres para trabajar, generar ingresos, garantizar la sobrevivencia de las familias se han multiplicado. No obstante, viejas y nuevas injusticias se suman para mantenerlas como actoras económicas con menores oportunidades y retribución. Así, en manos femeninas se concentra el trabajo no pagado en el hogar, que representa como mínimo mil setecientos millones de horas de trabajo al año, con un valor equivalente al 28 % del PIB. En el mercado laboral, donde en la actualidad su tasa de participación bordea el 50%, el primer grupo ocupacional femenino (29%) es el de “trabajador familiar sin remuneración”, y hay mayoría de mujeres en los empleos menos valorados, peor pagados. También soportan las más altas tasas de desempleo (19% a fines del año anterior), y hasta en cargos profesionales o gerenciales los ingresos percibidos por las mujeres siguen siendo inferiores.

A lo largo de estos años en que la banca, sus empresas vinculadas y otras pocas personas han tomado para sí los recursos del país, la crisis pudo ser amortiguada principalmente gracias al trabajo entregado por las mujeres con solidaridad y altruismo, a cambio de lo cual, paradójicamente, afrontan una situación de vulnerabilidad y desprotección económicas. Esto no sólo por las desventajas ya anotadas en las condiciones de trabajo y en los ingresos, sino también porque el retroceso en los servicios públicos de salud, educación y bienestar social las perjudica de modo particular, lo mismo que a los menores y a otras personas dependientes que con frecuencia están a su cuidado.

En 1999 el país y la mayoría de sus habitantes fuimos sometidos a un abierto atraco a nombre de la crisis del sector financiero y el salvataje bancario. Recursos del Estado y de particulares se concentraron aún más en manos de banqueros y empresas vinculadas, alimentando unas cuantas fortunas. Los perjuicios causados en esta ocasión a las mujeres fueron también más drásticos, pues dadas las desventajas señaladas sus menguados recursos se obtienen a costos más altos, son fruto de mayores esfuerzos y más trabajo.

Se llevó así al extremo un modelo perverso, cuyo funcionamiento empobrece a la mayoría y destruye la base productiva de la nación. En estos inicios de siglo, lejos de enmendar de rumbo, se ha optado por ratificar el esquema económico de injusticia, abuso y corrupción, lo que se confirma con la dolarización y con la recién suscrita Carta de Intención con el Fondo Monetario Internacional, en la que se prevén más recursos para la banca y para el pago de las deudas externa e interna, el incremento de esas deudas, y como contraparte
el rezago de salarios, inflación del 60% -en los hechos ya superada en estos meses-, más desempleo, eliminación de subsidios, elevación de precios a niveles internacionales.

Estas políticas económicas irracionales e injustas afectan a casi todos la población ecuatoriana, colocan al país en el umbral de la inviabilidad, y además acentúan injusticias y desigualdades que se han acumulado por siglos para desventaja de las mujeres. Planteamos, entonces, que la única manera de encarar la crisis es adoptando otro rumbo económico. El momento de catástrofe y emergencia requiere medidas sensatas. Es urgente cambiar las prioridades y los criterios de distribución, asumiendo elementales principios de justicia económica. La primera obligación del Estado es con la población del país y con su base productiva. La deuda más grande y urgente es con las mujeres y con los grupos más perjudicados. Por tanto:

. Es imperativo revisar el “salto al vacío” de la dolarización. El país requiere un esquema monetario que no anule la soberanía nacional ni los márgenes de acción gubernamental en esta materia. Necesita una política monetaria coherente con la situación de la economía, que restablezca los imprescindibles controles y sea una herramienta para la reactivación.

. La principal deuda del país es con las mujeres y con todos los perjudicados en estas dos décadas de ajuste. Sólo por concepto del trabajo doméstico gratuito realizado en los noventa la deuda con las mujeres asciende a unos cuarenta mil millones de dólares, sin considerar intereses. Por eso se debe limitar el servicio de la deuda externa a la verdadera capacidad de pago del país -que evidentemente no es del orden del 50% del presupuesto del Estado- atendiendo en primer término compromisos y prioridades internos. En la renegociación de esta deuda –realmente ya pagada en virtud de los altos intereses reconocidos a los acreedores- debe impulsarse el canje para orientar esos recursos a actividades económicas de las mujeres, seguridad alimentaria, cuidado infantil, salud, educación y protección ambiental.

. No más recursos para la banca. Este sector debe “sincerarse” y depurarse. Los compromisos con la clientela deben ser atendidos a través de la recuperación de los recursos ilegalmente apropiados por los banqueros y afines.

. Los requerimientos fiscales deben ser cubiertos a través del cobro de impuestos directos, no con el incremento de precios de los combustibles, de las tarifas de servicios, la eliminación de subsidios y las privatizaciones.

. El Estado debe asumir un activo rol para detener el crecimiento de la pobreza y erradicarla. La pobreza es el principal problema económico del país. No ha crecido espontáneamente, por fatalidad o destino, sino como consecuencia directa de las políticas económicas aplicadas, por la absurda redistribución de recursos y por los perjuicios causados a las actividades productivas. Ningún impacto relevante pueden tener entonces compensaciones o correcciones llamadas “sociales”, con presupuestos irrisorios, con modalidades que lesionan la dignidad humana, y que insisten en apoyarse en trabajo gratuito de las mujeres (“madres cuidadoras” o similares), justamente las más afectadas por la pobreza y sus consecuencias.

Este cambio de rumbo es ya un reclamo generalizado. Es también un imperativo “técnico” para garantizar nuestro futuro como país, al igual que la vigencia efectiva de derechos humanos básicos ahora amenazados.

MLT.
Quito, mayo 2000